Odio tener que recordar los siete primeros años de
mi vida. Detesto que me pregunten por mi infancia. En esos siete años vi más de
lo que cualquiera puede ver en noventa o en doscientos, si los viviera. De
ellos, más que recuerdos, me quedan cicatrices.
Todo lo malo empezó justo en el momento en el que
llegué al mundo. Cuando yo nací mi madre murió, así que no tuve oportunidad de
conocerla, cosa que ahora lamento muchísimo. Mi padre amaba a mi madre con toda
su alma, y su muerte hizo que mi padre perdiera la cabeza. Sacó toda su ira al
exterior, y, según contaba mi abuela, gritó a los médicos y a las enfermeras
como nunca le había oído hacerlo, y los miraba con odio mientras levantaba
bruscamente los brazos hacia ellos con gestos amenazantes, para luego marcharse
sin dejar rastro, mientras una lágrima le resbalaba por la mejilla.
Desde entonces no volví a ver a mi padre. Estaba
claro que me odiaba, igual que a aquellos médicos y enfermeras que hicieron
todo lo posible para salvar a mi madre. Desde el punto de vista de mi padre yo
era el culpable de la muerte de su querida esposa. En realidad, él siempre me
vio como una amenaza: él no quería tener hijos, nunca le gustaron los niños.
Pero mi madre deseaba tanto tener uno que mi padre acabó accediendo.
Seguramente se arrepintió de aquello durante el resto de su vida.
Durante esos días mi abuela intentó localizar a mi
padre, pero fue inútil: él no daba señales de vida. Mi abuela supo entonces que
ya no volvería nunca, que ya no quería saber nada de nosotros, y que ella era
lo único que me quedaba. Así que ella se hizo responsable de mí.
Me cuidaba y me daba todo su cariño, como haría mi
madre, y yo me sentía feliz con ella.
Mis dos primeros años fueron como los de un niño
cualquiera. Con ella aprendí a andar y a dar mis primeros pasos, pero, a
diferencia de los otros niños, yo no fui a la guardería, ni tampoco al colegio. Mi abuela no tenía el dinero suficiente para poder llevarme. Lo poco que
ganábamos era vendiendo jabones que ella hacía. Apenas nos llegaba para pagar
el alquiler y la comida. Así que en esos días en los que los niños de mi edad estaban
estudiando en el colegio, yo estaba ayudando a mi abuela a hacer jabones o a
hacer las tareas de casa.
Yo hacía todo lo que podía, porque ella ya era
mayor, y no podía hacerlo todo sola. Así que desde muy pequeño empecé a ser
responsable y a saber cuidar de mí mismo.
Al no salir nunca de casa y al no ir al colegio, no
tenía amigos. Cuando salía con mi abuela a vender, veía a los niños jugando en
el parque. Yo deseaba poder hacerlo también, tener amigos para poder jugar y
divertirme con ellos. Pero sabía que eso no podía ser. Así que yo solo me
limitaba a mirar y a hacer mi trabajo.
En casa cuidaba de mi abuela como ella hizo cuando
yo lo necesitaba. Ahora lo necesitaba ella, así que intenté hacerlo lo mejor
posible. A veces salía solo a vender jabones mientras ella descansaba en casa
y, por las noches, le llevaba la cena a la cama. A cambio, ella me contaba cosas
sobre mi madre.
Me contó lo feliz que se puso al saber que al fin
iba a tener un hijo, ese hijo que tanto deseaba. También me contó cosas de su
infancia, como su primer día de colegio o la primera vez que se le cayó un
diente. Me contaba todo tipo de cosas sobre ella, y a mí me encantaba
escucharlas. Pero lo que muchas veces me decía mi abuela era que mi madre era
la mejor hija que se podía tener, y que estaba segura de que habría sido la
mejor madre…
Yo miraba a mi abuela con los ojos abiertos como
platos, y notaba la emoción en sus ojos y cómo se le humedecían al decir esas
palabras. Después me sonreía, me daba un beso de buenas noches y me metía en la
cama a su lado. Y así era cada día... hasta que un día, sin darnos cuenta y sin saber
cómo, mi abuela cayó enferma. Apenas comía, y ya no tenía fuerzas para
levantarse de la cama.
Yo no sabía qué hacer: no sabía cómo podía ayudarla,
ni tampoco cómo curarla. No tenía dinero para medicamentos; además, no sabía
qué medicina necesitaba para poder curarla.
Entonces yo solo tenía 7 años, pero no me daba miedo
la muerte: ya la había visto de cerca, y sabía que a todos nos llegaría tarde o
temprano. Lo que sí temía era el abandono, la soledad. Tenía miedo de quedarme
solo en caso de que a mi abuela le pasara algo. Entonces solo pude quedarme
inmóvil, llorando y sin saber qué hacer.
Ya no podía más. Habían sido unos largos años
cuidando de mi abuela. No me esperaba que esto pasara. No ahora, no tan pronto.
No, no podía ser. Mi abuela no podía morirse. La necesitaba a mi lado, y no
podía soportar la idea de que se fuera, pero me dije que tenía que ser fuerte,
por ella.
Me sequé las lágrimas lo mejor que pude y fui con
ella. Asomándome por la puerta, la vi. Parecía realmente enferma. Le pregunté
si necesitaba algo. Ella me dijo que no, que estaba bien. Después me hizo un
gesto con la mano para que me acercara a ella. Yo lo hice, y me senté en el
borde de la cama, a su lado. Ella me abrazó, y por unos instantes nos quedamos
así, en silencio, abrazándonos. Entonces le pregunté con voz triste y asustado:
- - Abuela…, ¿te vas a morir?
Ella me miró a los ojos
y me dijo:
- Hijo, ya sabes que a todos nos llega
nuestra hora… Pero hay que ser fuerte y seguir luchando hasta el final, porque
la vida es corta, y hay que aprovechar cada momento, y no dejar escapar las
oportunidades que te da la vida.
Escuché a mi abuela con
atención, sin poder evitar las lágrimas.
- - La vida no es fácil, Tomás; poco a poco
te irás dando cuenta. Pero hay que saber afrontar los problemas, y después te
darás cuenta de los regalos que te da la vida. Ya verás cómo dentro de unos
años estarás en tu casa, feliz con tu familia. Aún eres joven, y te quedan
años de experiencia y una larga vida por delante. Quiero que la aproveches.
Por eso tengo que decirte que te vayas, que te marches y no vuelvas. Me temo
que ya no me queda mucho tiempo, y no quiero sufrir el riesgo de contagiarte y de que enfermes tú también. Tú vales más que para estar aquí cuidando de tu pobre
abuela, así que ahora que estás preparado, vete. Y no olvides que tu abuela
siempre estará contigo…
Me quedé mirándola sin poder parar de llorar, sin
saber qué decir. No podía creer lo que estaba diciendo. No podía ser verdad.
¿Cómo iba a abandonarla? ¿Cómo iba a dejarla sola sabiendo lo enferma que
estaba? No, mi deber era quedarme cuidándola. Me prometí cuidarla hasta el
final, y así lo haría.
Casi no me salían las palabras. Entre tantos
sollozos, hablar me resultaba casi imposible, pero al final conseguí decirle:
- - Pero abuela… Yo no quiero dejarte sola,
yo no quiero irme, no sé que voy a hacer sin ti… No sé adónde voy a ir…
Mi abuela me miró y me
dijo:
- - Cariño, tú ya eres un chico mayor, y sé
que puedes arreglártelas sin mí… Al fin y al cabo, ya lo has estado haciendo
durante los últimos años. Tú ya no me necesitas, así que no tienes por qué
seguir aquí. Coge todo el dinero; yo ya no lo voy a necesitar. Coge todo lo que
creas necesario… y vete.
Miré a mi abuela todavía sin dejar de llorar. Salí
corriendo de la habitación y cogí una mochila. Dentro guardé todo el dinero,
los jabones que quedaban por vender, un paquete de galletas y una barra de pan.
Después volví con ella: me miraba sonriendo. Entonces supe que estaba haciendo
lo correcto.
Me
despedí de ella llorando, pero ella seguía sonriéndome. Entonces, le pregunté:
- - Abuela, ¿por qué sonríes?
Ella me miró sonriendo
aún más, y me dijo:
- - Al fin soy feliz.
La miré extrañado,
secándome las lágrimas.
- - Sí, hijo, soy feliz… Estoy orgullosa de
ti, y sé que he hecho lo que debía. Ahora puedo irme en paz. Y quizás, con
suerte, allí me encuentre de nuevo con tu madre… Seguro que me estará
esperando, y a ti te cuidará desde el cielo.
Al escuchar las palabras de mi abuela, no pude
evitar una pequeña sonrisa. Me sentía más tranquilo sabiendo que era más
feliz así. Le di un fuerte abrazo y al final me fui, sin mirar atrás.
Ya no lloraba, ya no tenía miedo. Si lo que decía mi abuela era verdad, si mi
madre me cuidaba desde el cielo, entonces no tenía nada que temer.
De repente me sentía fuerte, como si pudiera
enfrentarme a cualquier cosa, como si nada pudiera detenerme. Como si ya no
tuviera miedo de nada. Y es que en realidad, así era.
- Conseguí arreglármelas solo, nada podía
detenerme. Y ¿queréis saber cómo conseguí llegar hasta aquí?
- - ¡Sí, sí! ¡Cuéntanoslo!
- - Pues mirad: después de unos largos días
caminando llegué a la estación de tren y…
Justo en ese momento, Sara entra en la habitación.
- - ¡Pero papá! ¿Ya estás contando tus
historietas? Venga, niños, ¡a la cama!
- - No, mamá; no tenemos sueño… ¡Cuéntanos, abuelo! ¡Cuéntanos!
- - No, hijos. A la cama, que ya es muy
tarde, y el abuelo Tomás también tiene que descansar.
Los niños me miran
esperando una respuesta.
- - Lo siento niños, pero ya sabéis quién
manda aquí… -les guiño un ojo, y ellos se ríen.
- - Bueno… ¡Pues buenas noches, abuelo! –me
da un beso cada uno y Sara se los lleva a la cama.
Me levanto del sofá y voy a mi habitación. Me pongo
el pijama y me meto en la cama. Mientras intento dormirme, empiezo a pensar en
lo que les he estado contando a mis nietos. En mi infancia. Y, de repente, empiezan a venirme todo tipo de imágenes a la cabeza: me acuerdo de lo mal que
lo pasé cuando era niño… Y me acuerdo de mi abuela, y de todo lo que me dijo.
Ahora tengo una casa y una familia que me quiere y que me cuida, tal y como
dijo ella.
Mi abuela tenía razón. Siempre la ha tenido. Soy feliz.
Sachi Inchausti, 4º ESO B
Una historia preciosa, Sachi. Enhorabuena.
ResponderEliminarUn abrazo.
No dejes de escribir historias, Sachi. Lo haces muy bien. Gracias por compartir ésta con nosotros. Espero que sea la primera de muchas otras...;-)
ResponderEliminarMe ha encantado Sachi. Ha sido precioso.
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